El nexo (2º premio 2003)

Pamplona, España
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Descripción

Sentado en el pasto miraba los techos lejanos. Intentaba comprender alguna de las tantas sensaciones que revoloteaban en mi interior, impresionante cóctel de emociones, recuerdos y sueños que giraban y giraban mezclándose, golpeándose, destrozándose y uniéndose nuevamente. Ansiedad, miedo, tristeza, alegría... eran palabras que surgían mezcladas y sin demasiado fundamento. "¿Vale la pena recorrer los kilómetros que faltan? ¿Es necesario llegar al final? Me encantaría disfrutar eternamente este momento tan particular".

¿Cuántas veces el miedo nos inspira a quedarnos quietos, sentados, rogando que el tiempo se detenga para convertir esos hermosos instantes de transición en algo eterno? Recordé otra ocasión, días antes, en que me había sentido exactamente igual.

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Eran las ocho de la mañana. Estaba cargando agua en la fuente de la iglesia, rogando que nunca terminara de llenarse la cantimplora. Era uno de esos momentos "nexo" entre diferentes situaciones. Luego de tantos años de imaginar es situación, finalmente estaba a punto de convertirse en realidad. No había nada tan lindo como eso, y era absolutamente preferible si lo comparaba con el día anterior, una larga jornada llena de nervios, ansiedad y apuro oprimiéndome el alma. Pero a la vez, aquel había sido un instante mucho más suave y pacífico, menos desafiante y aterrador que el que me tocaba dar: el primer avance, el comienzo del final, el golpe de frente con la realidad. Me hubiera encantado agujerear la base de la cantimplora para que el agua que iba entrando por su boca se fuera escurriendo por el fondo. Me pondría cómodo, prendería un cigarrillo y , sin sentir remordimientos, saludaría a los peregrinos que fueran dejando atrás Saint Jean Pied de Port.

Pero el litro y medio no tardó mucho en completarse. Si más excusas, miré la Puerta de España frente a mí, los Pirineos al fondo, me encomendé a quien quisiera escucharme y di los primeros pasos.
Mientras mi cuerpo sufría la terrible subida, mi mente intentaba justificarse recordando los motivos por los que estaba ahí: sueños de cambiar, de crecer, de madurar, de quebrar una vida monótona que jamás sentí haber elegido; la posibilidad de reencontrarme con aquel catolicismo que había escondido en un cajón interno hace años; caminar tranquilo, sin más compañía que un bordón, pensando, soñando. Podría replantearme demasiadas cosas y, posiblemente, encontrar la llave, la gema, la palabra diferente mientras recorría el norte de España usando solamente mis piernas como vehículo...

Pero en medio de los Pirineos, escondido tras gruesas gotas de transpiración y subiendo más con la capacidad de la tozudez que con las pocas fuerzas de mi cuerpo sedentario, imaginé que más adelante comprendería cómo funcionaba la cosa. Porque ese día no resultó ser más que un sinfín de exigencias físicas. Y las dos jornadas siguientes, también.

Pamplona me encontró con más dudas de las que tenía antes de partir y Puente la Reina con mucha más ansiedad. La hermosura de los paisajes navarros solamente pudo amortiguar un poco tanta incomprensión. ¿Cómo iba a encontrar lo que estaba buscando?

Recién ahí comprendí, que ya no sabía qué era exactamente lo que perseguía. Debo admitir que en el fondo de mi ser esta noticia me alegró, finalmente podía relajarme ya que sólo quedaba caminar.

Hace falta no buscar para encontrar. Aprendí de la compañía de otros peregrinos a caminar cuidándolos, sin pensar tanto en mí; de un riojano recibí mi vieira, la idea de un camino tradicional y muchísimo amor; de una noche en el albergue de Logroño, otra visión completamente diferente del mismo camino. En Nájera coseché mi primera ampolla y en Santo Domingo de la Calzada compartí con sus habitantes la fiesta de su santo patrono; en Navarrete me enteré de mi padre estaba en terapia intensiva y regué de lágrimas, dudas y reproches los campos burgaleses. En San Juan de Ortega me regalaron amor, una sopa y el café de la mañana, y en Burgos, ya más tranquilo, decidí barajar de nuevo.

Por correo envié ocho kilos de miedos, dudas y ataduras. También el dolor de espalda y la cabeza baja. Empezó una nueva etapa y con ella, una novedosa peregrinación interior que volvería a mostrarme mi vida desde el principio. Mientras el paisaje se iba achatando y durmiendo, mi mundo interno me desafió entre risas, angustias, recuerdos y sueños; me dipo respuestas que no había pedido y preguntas que no cuestioné. En mi camino comencé a encontrar gente que me explicó lo que nunca había preguntado o que me demostró cosas que hace tiempo había descartado de mi realidad.

En Carrión de los Condes quise interferir, acelerando el paso para salir más rápido de tanta monotonía visual. Pero solamente conseguí un tirón de orejas a cambio, materializado como siete ampollas en un dedo, cinco más esparcidas en los pies, una amargura incomprensible y un cansancio demoledor. Había encontrado mi límite, una de las formas de cortar la monotonía de mi vida, aunque, desgraciadamente, la menos agradable. Dejé Sahagún cabizbajo, renqueando, deprimido. Poco faltó para quedar fuera.

Un, dos, tres pasos y dejé atrás León. Villadangos del Páramo me aburrió y Hospital de Órbigo me alentó mostrándome un paisaje que volvía a cambiar. El páramo había dejado tantas cicatrices como conceptos nuevos para viejas palabras conocidas: el "tiempo" había dejado de ser un reflejo del paso de los minutos en un reloj, convirtiéndose en un extraño motor que producía nuevos pensamientos dentro de mí, las horas de caminata se convirtieron así en cantidad de pensamientos. La "distancia" había hecho una alianza con mis piernas y ambas iban juntas, ya no era un mojón en la ruta sino un sueño, una meta, un dolor, cansancio o simples ilusiones. La "velocidad" había perdido su relación con el tiempo para transformarse en nuevas sensaciones, en la posibilidad de ver, descubrir, sentir, oler y oír el mundo. El "horizonte"ya no era aquella línea inalcanzable, éste había pasado a ser la frontera que diferenciaba pueblos, valles, momentos en mi caminar o triunfos que en algún momento había creído remotos.

Pero lo que más había cambiado era el camino que estaba recorriendo. Esa franja que cruza el norte de España de este a oeste, ese desafío a vencer, esa experiencia a vivir, ese reflejo de la historia, esa excusa para meditar caminando. Sus viejas definiciones se habían esfumado transformándose, éste, en un ser vivo: el Camino. Ese ser que hurgaba todos los días dentro de mí buscando miedos y alegrías de antaño para traerlos nuevamente a flote, realzarlos y llevarlos hasta lo inimaginable. Santiago de Compostela había de ser el objetivo principal y pasó a ser simplemente la meta. El camino era el verdadero maestro, mi compañero, mi verdugo y mi salvador. El Camino se había transformado en el auténtico objetivo de esa etapa de mi vida.

Comprendí que finalmente me había convertido en peregrino, y de esa manera me enfrenté a los montes de León. Paso a paso vivía el momento. Un bello atardecer en Santa Catalina de Somoza , una suave caminata hasta Rabanal del Camino, las fantásticas vísperas en la iglesia de esta pueblo y la fiesta de inauguración de un bar fueron regalos que me fue haciendo el Camino. También me dio un hermoso café en el despojado Foncebadón y, finalmente, envuelto en una densa niebla encontré la respuesta que buscaba hace años. Vi la muerte. Ahí, al lado mío. Hablándome me Dios, de paz. Suave paz. Dulce paz.

Fue difícil aprender de los pasos siguientes. Villa Franca del Bierzo, Ruitelán, O Cebreiro, Triacastela, Portomarín, Sarria coincidieron con grandes mezclas de emociones dentro de mí. Cautivado por el hermoso paisaje, viviendo caminos de leyenda, mi ser peleaba por relajarse y dejarse llevar. Ya tenía la respuesta, sólo quedaba caminar para agradecerle al Apóstol Santiago.

No había imaginado que volvería a quedar petrificado, viviendo un momento nexo, deseando convertir los minutos en horas y las horas en días para quedarme ahí por siempre, sentado en el pasto. Intentaba comprender qué era lo que verdaderamente sentía. Lentamente se disolvió la confusión y una sola palabra quedó rebotando de un lado a otro de mi cabeza sin parar. Apego. El Camino había intentado enseñarme desde el primer paso que para disfrutar las cosas que constantemente me iba brindando debía soltar algo que en ese momento tenía. Creí que lo había aprendido, pero no. Y mi mirada seguía saltando perdida entre los techos lejanos, intentando retrasar esta nueva despedida. Lo más preciado que tenía en ese momento era el Camino en sí, y exactamente eso era lo que se me pedía que entregue para poder recibir algo nuevo a cambio.

Esa era mi nueva visión de la muerte, la de mi peregrinación, tan definitiva como sería la mía o la de la gente que amo. Sentía que había tantas cosas para aprender, tanto para caminar, tanto para vivir... Sin embargo, ahí quedarían los últimos pasos peregrinos, los últimos cansancios; conmigo bajarían solamente la incertidumbre de lo que seguiría más adelante, en el camino de mi vida. Pensé en la posibilidad de levantarme, girar en redondo y volver a recorrer el Camino en sentido contrario.

En el horizonte un hermoso paisaje de bosques y cumbres nevadas me habla de los tantos cambios vividos durante los dos años que transcurrieron desde aquel momento. Estas montañas me piden que recuerde aquella inmensa y fría ciudad que dejé atrás, de este estilo de vida tan ajeno que también se convirtió en pasado.

Sentada en el jardín veo a mi hija mirando al oeste. Me emociono. Más aún cuando se incorpora y, con paso tan inseguro como tenaz, camina tras un pájaro para atraparlo. No llega porque el ave levanta vuelo mucho antes que logre acercarse. Lo sigue con la mirada mientras se aleja, posiblemente admirando la capacidad del animal de volar o, quizás preguntándose si no hubiera sido mejor quedarse quieta disfrutándolo mientras estaba ahí, a pocos metros suyo.

Son estos pocos pasos que ella acaba de dar tan parecidos a los últimos míos aquella lejana tarde de otoño los que mejor demuestran lo acertado que fue quebrar aquel instante nexo y descender del Monte del Gozo.

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