Huellas (3er premio 2010)

Santo Domingo de la Calzada, España
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Descripción

Ochenta y seis años. La diabetes me dejó ciego a los setenta, es decir, dieciséis años de existencia a oscuras. Sin más familia que una hermana con la que apenas me hablaba, acabé en una residencia. Como todos los viernes, los ancianos éramos convocados en el comedor para disfrutar de una velada de baile. Yo estaba sentado escuchando la música mientras a mi alrededor las parejas añosas trastabillaban al ritmo de un pasodoble.
El perfume con el que te habías baldeado el escote onduló bajo mi nariz segundos antes de que te acercases a mí para preguntarme si me apetecía echar un baile. Decliné amablemente tan tentadora oferta aduciendo letales arritmias cardiacas y artrosis punzantes. Tu risa explotó delante demi cara como el cacareo de una gallina. Sin saber cómo ni porqué me vi arrastrado al centro de la pista. El bastón se me cayó de las manos y me sentí desvalido. Entre tus brazos mi cuerpo ofrecía la misma resistencia que el esqueleto de un capuchino en una cripta. Samba, rumba, guaracha, y yo sudando, obligado a contorsionarme, a dar saltos ridículos. Me sentía humillado, vulnerable.

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La verdad es que tenía provisión suficiente de resentimiento para usarlo en tu contra durante el tiempo que me restase de vida y me atrevería a decir que incluso para la prórroga del más allá. Sin embargo, toda esta animosidad se escapó de mi corazón como el aire se escapa de un globo pinchado. Bastó que tus manos atrapasen la mía cuando me devolviste el bastón. Una descarga eléctrica me atravesó la piel y se propagó por todo mi sistema nervioso hasta llegar a lo más profundo del corazón.

El amor y la muerte, a traición. “Elvira” respondiste cuando te pregunté tu nombre. Cuando quise saber tu edad, tu respuesta resultó más críptica: “Tres hijos, cinco nietos, el mayor de ellos estudiando Derecho en Salamanca. Tú calcula”. Viuda desde muchos años antes de que a tu marido lo fulminase un ataque cardíaco. No entendí el juego de palabras. “Viuda casi desde el día que me casé”, me confesaste; “Fernando era una mala persona, pero pronto llegaron los hijos. Te debes a ellos y hay que aguantar, en fin, no quiero hablar más del asunto” .

Ignoro cómo progresa el amor de las parejas maduras como nosotros. No sé si los flechazos son comunes o si en las postrimerías de la vida el amor prospera a paso de tortuga. Lo único que puedo decir es que lo mío fue un arrebato, un incendio misterioso e imprevisto, cuyas llamas brotaban de un lecho de cenizas frías. Porque yo nunca había amado a nadie como te estaba empezando a amar a ti, con esa combinación perfecta de deseo, ternura e inteligencia.

Disfrutamos de unas semanas maravillosas hasta aquella mañana que regresaste de la consulta del doctor Souza. Los resultados de las pruebas no ofrecían dudas. Positivo: la peor palabra que puede salir de la boca de un médico. Estabas convencida de que el tratamiento sólo iba a proporcionarte una experiencia dolorosa e inútil y te negaste a someterte a él. ¿Para qué añadir más sufrimiento? Seguimos viéndonos, compartiendo juntos todo el tiempo posible, desde la mañana a la noche. Un día me dijiste que la residencia comenzaba a ahogarte, la rigidez de los horarios, el estricto control al que éramos sometidos los ancianitos. “Larguémonos” te propuse. “¿Adónde?”. “A cualquier parte, a donde tú quieras, podemos viajar. No un viaje de ida y vuelta, la típica escapada de fin de semana a Paris o a Venecia para obligar a un gondolero resignado a ser testigo de nuestro amor. Hablo de un viaje largo, tan largo como lo que nos quede de vida. Un viaje que nos mantenga constantemente alerta, que nos obligue a sostener el afán de vivir intensamente”. Elvira escuchó mi perorata en absoluto silencio. Dedicó un par de minutos a pensar y luego dijo: “Hay un viaje que siempre he querido hacer y que se ajusta bastante a lo que acabas de proponerme”. “Tú dirás” .“Me refiero al Camino de Santiago”.

Todas las mañanas Elvira me coge de la mano y me pregunta si estoy preparado. Respondo que sí, que cuando ella quiera. Caminamos sin prisas, acompasados los pasos de estas botas nuevas, demasiado rígidas y pesadas para la fragilidad de nuestras piernas de ancianos. Nuestra lentitud confiere naturaleza de paseo a la hazaña de recorrer el Camino de Santiago. Me consta que en ocasiones estorbamos a los peregrinos que vienen detrás de nosotros, avanzando sobre nuestras huellas con su resuelto paso de marcha.

Las personas que nos hemos ido encontrando en el Camino han producido una sacudida brutal en mi percepción del género humano. Compadecerse de una pareja de ancianos chiflados no tiene mérito alguno y menos aún si uno de los componentes del dúo es ciego. La estampa que ofrecemos Elvira y yo conmovería incluso al corazón más encallecido. ¿Quién no se detendría un segundo a contemplar a esos dos viejos que arrastran sus pies por los caminos polvorientos? Dos ancianitos endebles y renqueantes, en dirección a una Compostela para ellos tan lejana como Plutón para cualquier otra persona. Pero no fueron estas muestras de compasión de saldo lo que cambió mi juicio acerca del ser humano. ¿Entonces?

Una tarde, en los jardines del Parador de Santo Domingo de la Calzada, estábamos sentados ella y yo bajo una sombrilla. Cerca había una fuente. El rumor del agua se percibía nítido contra el fondo de silencio de la tarde. Elvira removía el aire delante de la cara con su viejo abanico de empuñadura de carey. “Hoy he aprendido que la gente no es mala y que a veces sabe escuchar a sus semejantes”, sentencié con la gravedad de quien ha hecho un gran descubrimiento. “Pues claro que escuchan”, dijo Elvira. “Basta con que tú también las escuches a ellas”.

Ser generosos con nuestras orejas (con nuestro tiempo, en definitiva) es el mejor modo de acercarnos a los demás y de facilitar que los demás se acerquen a nosotros. El secreto es la reciprocidad. Había necesitado casi cien años de vida para aprender algo tan sencillo. Aquella misma noche (Elvira roncaba como una bendita en la cama de al lado) hice algo que llevaba mucho tiempo sin hacer: recé, para darle gracias a Dios por haberme dado la opor oportunidad de conocer a Elvira y por no haberme endilgado una sorde sordera que quizás me merecía.

Tengo la sensación de que las huellas están ya presentes cuan cuando el pie llega al suelo, como si se adelantasen al propio paso. Se trata de una impresión que me acompaña desde que iniciamos este peregrinaje. Le doy vueltas al asunto mientras andamos y con concluyo que en realidad esas huellas no me pertenecen, sino que son, por decirlo de algún modo, el legado de quienes han recorrido estas vías antes que nosotros. Eso es. Cada peregrino deja algo de sí mismo en el camino, una aportación que enriquece a los que vienen detrás.

Sus ojos son los míos. Es a través de los ojos de Elvira como llega el paisaje a mi cabeza. Una cigüeña vigilante desde lo alto de una espadaña, el campo que se extiende infinito hasta la misma línea del horizonte. Ella contempla y luego habla: el campo está seco y una luz amarilla se desparrama por la superficie de la tierra. “¿Amarilla como un limón?” “Sí, como un limón”.

Pasan pocos minutos de las once de la mañana y el sol cae a pico sobre la Tierra de Campos. Se presagia un día caluroso en la inmovilidad absoluta del aire. Lo dicen los peregrinos: en Castilla el horizonte nunca parece tener prisa en llegar. La planicie multiplica las distancias, las dilata hasta el infinito.

A las afueras de San Nicolás del Real Camino nos sentamos sobre una piedra, bajo la sombra de un árbol. Una ligera brisa ondula sobre los campos produciendo un murmullo denso, un rumor que calificaría de marino si no fuese porque me consta que nos hallamos a cientos de kilómetros del mar. “¿Qué es ese sonido?”, le pregunto a Elvira. “Es el viento atravesando una plantación de girasoles”. Permanecemos en silencio. Mi fino oído ha detectado un temblor en su voz, una diminuta grieta por la que se cuela un hilo de tristeza. Por la cabeza de Elvira orbitan pensamientos que no va a compartir conmigo. “Llegaremos a Santiago”, me oigo decir. “¿Y después qué?” “Después más días, más vida.” “Sabes que eso es imposible”. “Lo imposible es lo único que no puede decepcionarnos. Lo dijo un poeta, así que debe de ser verdad”, digo tratando de disimular la fragilidad de mi propia convicción.

Galicia para este ciego es el murmullo de las hojas que pasa de árbol a árbol empujado por el viento, el denso olor de los humos matutinos alzándose sobre los tejados de las casas de aldea, el sabor del pan gallego, el tacto alfombrado del musgo sobre las piedras.

La última noche decidimos dormir en un albergue para peregrinos. Hasta entonces nos habíamos alojado en los distintos hoteles que nos íbamos encontrando en las proximidades del Camino. Pero a falta de una sóla jornada para alcanzar Compostela se nos ocurrió que no podíamos ser merecedores de la acreditación de peregrinos si no compartíamos al menos una noche con todas esas personas que habían caminado con nosotros a los largo de más de setecientos kilómetros. Elvira se acomodó en su litera y no tardó en dormirse. La jornada, a pesar de nuestro ritmo pausado, la había fatigado. El periplo estaba a punto de terminar y nuestras fuerzas estaban a niveles mínimos.

El ambiente en el albergue no podía resultar más festivo. Fuera se habían reunido unos cuantos peregrinos con ganas de farra. Alguien tocaba un acordeón. Un joven me ayudó a acomodarme entre ellos en el suelo y no pasó ni un segundo hasta que una bota de vino vino a parar a mis manos. Que el primer chorro acabase en la camisa no me disuadió de un segundo intento. Volví a levantar la bota y alargué el labio hasta sentir como la boca se me llenaba de un líquido tibio y afrutado. Aplausos y vítores. Diez minutos más tarde el vino me había transformado en un juglar andariego que mutilaba tangos con una impostada voz porteña. Encendido por el tintorro y la ávida atención de los oyentes, di un repaso exhaustivo a los primores de mi repertorio. La copa del olvido, La última curda, Galleguita… La bota de vino acudía solícita en mi auxilio cuando la boca se secaba. ¡Otra, Gardel!, me jaleaban. Me sentía leve y atrevido. En un momento dado comencé a cantar Sin palabras, esa maravilla de Mariano Mores y Santos Discépolo. Los cuatro últimos versos dicen:

Sin decirlo esta canción dirá tu nombre,/ sin decirlo con tu nombre estaré yo./ Los ojos casi ciegos de mi asombro, / junto al asombro de perderte y no morir.

Fue un fogonazo de lucidez perversa. La euforia espumosa en la que el vino me había instalado se evaporó de repente. El auditorio prorrumpió en aplausos, ajeno a las terribles consideraciones que la canción había despertado en mí.

La mañana ha amanecido gris, pero las piedras conservan aún el calor de los días pasados. Me detengo en medio de la Plaza de Cervantes para escuchar las campanas. El sonido grave y hueco del bronce desordena el silencio y se eleva por encima de estas calles que han sabido conservar durante siglos su dimensión humana. En la abarrotada Catedral asistimos a la Misa del Peregrino. El botafumeiro silba sobre nuestras cabezas esparciendo su densa humareda de incienso. Concluida la misa, Elvira y yo deambulamos por la catedral, visitamos el Sepulcro y por último nos dirigimos al Pórtico de la Gloria, con sus dos docenas de ancianos músicos, entre los que se incluye algún ciego. “Es una pena que no puedas contemplar toda esta belleza”, dice ella. “No son las iglesias lo que hay que adorar, querida, sino lo extraordinario que habita en su interior”.

Nuestro proyecto de ir a Finisterre hubo de ser aplazado. Después de la visita a la Catedral, Elvira se sintió indispuesta. La doctora que la atendió nos confirmó algo que ya sabíamos. La enfermedad había avanzado incansable con su labor de derrumbe. Le quedaba poco tiempo y no quería pasarlo en un hospital.

Llevamos ya seis días hospedados en esta habitación. Las campanas dan las once. Fuera es noche cerrada. El agua cae fragorosa sobre el tejado, gotea en los aleros y baja por las paredes. Elvira reposa en la cama. La mujer de la recepción acaba de llamar para avisarme de que la ambulancia no tardará en llegar. Mis manos se adelantan, ubican la frente, los dedos descienden por las mejillas, alcanzan la boca. Aproximo mis labios a los suyos. Más que un beso, lo que yo quisiera es recoger su aliento moribundo para resucitarlo. En ese instante llaman a la puerta. Oigo el tropel de los pasos sobre la tarima de la habitación, las voces del equipo que ha venido en la ambulancia, el examen médico de urgencia, cuchicheos, los preparativos para llevarse a Elvira al hospital inmediatamente. Alguien me ayuda a bajar las escaleras y me acomoda en la ambulancia junto a la camilla donde yace ella. El vehículo se pone en marcha, sin prisas, la sirena muda. “¿Puedo cogerle la mano?”, pregunto a la persona que atiende a Elvira. La vacilación de la respuesta (ese tiempo infinitesimal de duda, esa irresolución que le tiembla en la garganta) resulta más elocuente que un grito. Por eso, cuando me responde que sí, que por supuesto que puedo, ya no me sorprende el frío desolador de su mano.

Y me digo que, después de tantos días recorriendo el Camino en tu compañía, he llegado a la conclusión de que ya nunca podré dejar de viajar, viajaré hasta el día que me muera, hasta que expire el último aliento, porque aunque ya no tenga fuerzas para mover los pies, la memoria, querida Elvira, me llevará de nuevo hasta los lugares que guardan las huellas de nuestra vida. Sin duda, regresaré al Camino.

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