El Confidente (2º premio 2009)

Roncesvalles, España
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Descripción

En julio de 1998 tenía diecinueve años y no exagero si digo que estaba viviendo los peores años de mi vida. Después de dos tentativas fracasadas de suicidio, mi familia, siguiendo el unánime criterio de distintos médicos, decidió internarme en un psiquiátrico. Llevaba apenas cuatro meses viviendo en el Sanatorio La Robleda cuando el padre Damián anunció que se proponía hacer el Camino de Santiago desde Roncesvalles y le propuso al doctor Herranz, el director del centro, llevarse con él a ocho pacientes. Yo fui una de las elegidas.

La experiencia te vendrá de perlas: tiempo para pensar, ya sabes de lo que te hablo: la búsqueda interior y en encuentro con uno mismo —me dijo don Marcelino una mañana en su despacho—. Eso y mucho más hallarás en tu peregrinación, Rosaura.

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Acepté, con la resignación de quien acepta la amputación de un órgano ante la amenaza de que la gangrena se extienda al resto del cuerpo. Accedí, sobre todo, porque no quería decirle al doctor Herranz que yo no alimentaba deseo alguno de asomarme a mi interior, porque en las contadas ocasiones que lo había hecho sólo había encontrado un vacío con profundidades de abismo cuyo simple visión me cortaba el aliento y me dejaba el cuerpo vibrando de puro miedo.

El grupo de pacientes —formado por seis hombres y dos mujeres— que íbamos a participar en la experiencia estaba capitaneado por el entusiasta padre Damián. Las tres primeras jornadas fueron suficientes para dejar bien claro que sólo él disfrutaba de la experiencia, los demás procurábamos seguir su brioso paso lo mejor que podíamos, arrastrando los pies doloridos por el polvo del camino, aplastados por el peso de unas mochilas que parecían cargadas de adoquines. El padre Damián hablaba por los codos, hilaba sin tregua anécdotas del Camino con el doble propósito de ilustrarnos y amenizarnos las duras jornadas bajo un sol que parecía derretir las piedras. El ahorcado y la gallina; el conde abusón y la peregrina virtuosa; el peregrino tullido; los cautivos liberados de los moros, que acudían al monasterio de Santo Domingo de Silos para donarle al santo las cadenas con que los habían aherrojado en prisión… Estas y otras muchas historias nos iba narrando el padre Damián con su vozarrón mientras caminábamos en la compañía con otros peregrinos.

Cuando llegaba la noche caíamos agotados sobre los jergones de los albergues, con los pies llenos de ampollas, las piernas acalambradas y la piel chamuscada por el rigor de un sol inclemente. Dormíamos como benditos hasta que una enérgica sacudida del padre Damián nos devolvía a la vigilia cuando los primeros albores del amanecer comenzaban aún a derramarse por los campos.

-¡Arriba, holgazanes! —nos instaba el sacerdote con una energía que parecía inagotable— ¡Nos espera otra dura jornada!

Los ocho pacientes del sanatorio estábamos agotados y doloridos. Rumiábamos rencores y arrepentimiento en silencio, cada uno para sí mismo, para no defraudar al entusiasmado cura ni al doctor Herranz. Habíamos aceptado hacer el Camino, nos habíamos comprometido y ahora no podíamos echarnos atrás. Por mucho que nos doliese el cuerpo y nos aplastase el cansancio sólo podíamos seguir caminando, empatando jornadas que cada día se nos antojaban más largas e inclementes. Aparte de de la paliza física y de un par de historias contadas por el padre Damián, aquella experiencia de peregrina poco me aportaba. Caminaba procurando disfrutar del paisaje y de los monumentos que nos iban saliendo al paso, de cuando en vez intercambiaba un par de palabras con mis compañeros o con algún otro peregrino que unía sus pasos a los nuestros. Lo que nunca hacía era pensar en mi misma o en las oscuras razones que me habían empujado en dos ocasiones a quitarme la vida.

El silencio purifica y ennoblece —le había oído decir en más de una ocasión al padre Damián.

Es cierto, purifica y ennoblece, pero en mi caso el silencio es arma de dos filos que brinda también la oportunidad de ensimismarme en un anhelo oscuro, de regresar a esa crisálida de la depresión que me atrapa y me arrastra a un pozo de angustia cuya única salida es la muerte. Porque a mí, además de las piernas, me flaqueaban, y mucho, las ganas de vivir. Por eso caminaba como una autómata, deteniéndome a coger una flor o una piedra o a observar el vuelo de una golondrina sobre los campos, prestando atención a las historias del padre Damián o a la charla insustancial que mantenía con alguno de mis compañeros, entreteniéndome en la contemplación de una nube descarriada en un cielo casi siempre limpio y azul. Vivir sin pensarme, ésa era mi propósito… hasta que después de más de dos semanas de caminata llegamos una tarde a Frómista. Al día siguiente y antes de emprender la marcha en dirección a Carrión de los Condes, el padre Damián nos propuso visitar la iglesia de San Martín. Creo que allí empezó a cambiar mi vida. Mientras mis compañeros y el aguerrido cura visitaban el interior del templo yo me quedé fuera, vigilando las mochilas del grupo. Entonces reparé en la presencia de un peregrino que observaba extasiado la figura inmóvil de una cigüeña que se sostenía sobre una sola pata en el borde del alero de una de las torres de la portada de la iglesia. El hombre detectó mi presencia allí y me sonrío. Señaló el ave y dijo:

It’s a beautiful stork —dijo señalando el ave.
Cigüeña —traduje yo.  

Repitió la palabra en un español atroz y se rió tímidamente de su torpeza con el español. Era un hombre menudo, de piel muy blanca. Llevaba un sombrero de algodón y se protegía los ojos con unas aparatosas gafas de sol que le cubrían buena parte de su rostro huesudo y lampiño.

Durante un par de jornadas lo vi en el camino, siempre solo, con su pequeña mochila de lona a la espalda y las manos hundidas en los bolsillos del pantalón. Andaba calmoso, sin prisas, con la cabeza gacha, como si le importase más lo que ocurría en su cabeza que el paisaje por el que le llevaban sus pasos. Un día me lo encontré parado al borde de un inmenso campo de girasoles. Contemplaba las flores con el mismo arrobo que había contemplado unos días atrás a la cigüeña de San Martín.

Girasoles —dije cuando llegué a su lado.

Se puso en marcha y sin premeditación alguna nuestros pasos se acompasaron.

Rosaura —dije llevándome un índice al pecho.

Él pareció titubear, como si se diese el absurdo e improbable caso de que hubiese olvidado su propio nombre. Después de un par de segundos de vacilación por fin dijo: Harry.

Aquella jornada caminamos juntos, amparados por el silencio que nos imponía el desconocimiento mutuo de nuestras respectivas lenguas. No sabría explicar por qué, pero la presencia callada de aquel hombre me producía una sensación de sosiego que me empujaba a buscarlo cada mañana en el camino. A su lado, la tristeza grande y sin fondo que dormía todas las noches a los pies de mi cama, parecía menos amenazadora. De pronto me descubrí hablando con él, monologando con su silencio imperturbable en un idioma que él desconocía y con unas palabras cuyo significado se le escapaba. Supongo que si mi cháchara le hubiese molestado me lo habría hecho saber de algún modo, pero lejos de eso, Harry me esperaba cada mañana para recorrer el Camino juntos. Le empecé a hablar de mí, de los temores que me atenazaban sin razón desde los catorce años, cuando una buena mañana me desperté convertida en otra persona, en un ser vacío y apático sin fuerzas ni ganas de inventarse entusiasmos, de cómo la vida se había convertido en una trampa, transformado de la noche a la noche a la mañana en una carga asfixiante. Le hablé de mis padres, de mi hermana Lola y de Saturno, nuestro viejo y gordo gato de angora.

¿De qué habláis ese gringo y tú? —me preguntó un noche Susana, una de mis compañeras del sanatorio.
De nada —respondí desganada.
¡Cómo que de nada! —exclamó ella incrédula—. Os pasáis horas juntas dándole al pico y me dices que no habláis de nada. ¡Eso no tiene pies ni cabeza, guapa!

 

Cómo iba a entender ella algo que se escapaba incluso a mi propio entendimiento. Cómo iba a decirle a Susana que Harry no entendía ni media palabra de español pero que con eso y con todo yo no dejaba desgranar en su oreja las cuentas del rosario de mi vida como quien busca absolución para sus pecados ante la celosía de un confesionario vacío.

Abandonamos la planicie castellana y sus cielos limpios. Vencíamos las etapas según el plan previsto por el padre Damián, cada vez más polvorientos y cansados, pero con el ánimo resuelto de llegar a Santiago. Al entrar en Galicia nos recibió un cielo bajo, severo y oscuro. El tiempo refrescó. Recorrimos tramos bajo árboles de follaje tan abigarrado y espeso que resultaba imposible saber dónde empezaba uno y dónde terminaba el otro. Al oscurecer la luz se desvanecía en la punta de los robles con una delicadeza conmovedora.

¿No tenéis la impresión de que hasta ahora caminábamos sobre el paisaje y que a partir de O Cebreiro lo hacemos dentro del paisaje? —nos preguntó el padre Damián durante un descanso.
Sí, como si nos hubiese devorado una enorme ballena, como a Daniel —dijo alegremente Hipólito, el mayor de los pacientes del sanatorio que se habían lanzado al Camino.
Daniel era el de los leones, Hipólito —le corrigió el padre Damián—. El de la ballena era Jonás.
Ah.

Después de más de treinta extenuantes jornadas alcanzamos por fin las calles de apretujada trama de Santiago. A pocos metros de la catedral nos sorprendió un granizo tupido e inesperado. Harry, yo y el resto del grupo buscamos refugio bajo los soportales de la Plaza de Cervantes. Llevábamos los impermeables empapados y el cansancio de todos esos días dibujado en cada arruga de la cara. Después del granizo llegó una lluvia tenaz que arrancaba un rumor de arena de la calle y de los tejados. Pasaron unos minutos y el chaparrón fue a más, hasta el extremo de que las cortinas de lluvia parecían enturbiar el aire. Harry levantó la vista al cielo. Ni un triste resquicio de luz azul. Aquel diluvio para ir para largo. Entonces, para mi sorpresa, me tendió una mano fría y huesuda, sonrío y se echó a andar sin añadir ni una sola palabra a su despedida. Lo inesperado de este modo de irse me dejó durante un rato con las botas clavadas al suelo. Pero pronto me di cuenta de que no podía dejarla marchar así, sin darle las gracias por algo que él —posiblemente sin ser consciente de ello— me había dado. Sin pensármelo dos veces corrí bajo la lluvia en su busca. Cuando lo vi Harry estaba cruzando la Plaza del Obradoiro. Caminaba encogido, pero sin prisas, como si hubiese aceptado que mojarse un poco más ya no tenía importancia. Delante del Hostal de los Reyes Católicos había un enorme Mercedes negro del que se apeó apresurado y paraguas en mano su conductor. El hombre corrió en dirección a Harry para ofrecerle el cobijo del paraguas. Luego lo acompañó al coche, abrió ceremoniosamente la puerta trasera para cerrarla cuando Harry se hubo acomodado. En un visto y no visto el coche arrancó y enfiló la Rúa de San Francisco.

Han pasado más de diez años de ese día. Afortunadamente mi vida ha cambiado. El período de las depresiones fue consumiéndose lenta pero inexorablemente. De vez en cuando me visita una tristeza a la que trato con la condescendencia de una vieja conocida cuyos desmanes pueden molestar pero ya no herir. Una tarde estaba secándole el pelo a una clienta en la peluquería en la trabajo cuando en el programa del corazón que estábamos viendo aparecieron los actores Javier Bardem y Penélope Cruz en una rueda de prensa, franqueando a un tipo esmirriado y pálido, con gafas de pasta negra, cuyo rostro me resultaba vagamente familiar. Apagué el secador y me acerqué a la tele. Se parecía a… No, imposible. Cogí el mando y subí el volumen en el preciso instante en que un periodista decía:

Señor Allen, ¿sabe usted alguna palabra en español?

El tipo afirmó con la cabeza, dijo una palabra al micrófono que le ofrecían y sonrió con un orgullo desmedido, como si hubiese recitado de memoria y en perfecto español las diez primeras páginas de El Quijote.

¿Cebolla? ¿Ha dicho cebolla? —preguntó beligerante doña Eulalia, la clienta cuyo cabello había dejado a medio secar—. ¡Hay que joderse! En este país todo hijo de vecino estudiando inglés y este tío, que viene a España a rodar una película, lo único que sabe decir es cebolla.
Cigüeña, doña Eulalia —dije después de apagar la tele—. La única palabra que sabe de nuestro idioma es cigüeña.

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