Noticias

XIX Concurso Fotográfico AGACS 2019

Primer Premio: La Voluntad

Autor: Fco Javier Cagigas Cabrera

Iniciamos el Camino Inglés en Ferrol pero no pudimos o no supimos encontrar las conchas de peregrino en el momento del inicio. Durante varias etapas nuestra preocupación iba en aumento porque no dábamos con ellas. Pero el camino es un viaje de sorpresas y finalmente con un poco de fortuna encontramos un “autoservicio” de conchas con diferentes tamaños y colores. Ahora sí que teníamos ya todo para llegar a Santiago de Compostela

 

Segundo premio: Punto de encuentro

Autor: Salvador Linares Fernández

Desde el Palacio de Rajoy se puede apreciar una multitud de peregrinos que terminan su Camino en la plaza del Obradoiro

Tercer Premio: El Camino Zen.

Autor: Juan Ramón Llavori Romatet

Lema: Roncesvalles. 

Las gotas de agua se fragmentaron en minúsculos átomos. El silencio se adueñó de todo. Escuchábamos como el bosque respiraba.

 

 

Premios Concurso de Relatos 2017

El jurado del Concurso Literario de la AGACS ha emitido su veredicto después de analizar los relatos presentados al certamen. Damos las gracias a todos los concursantes por su participación y publicamos los ganadores. 

Herbón a 20 de septiembre de 2017

3º Premio Concurso de relatos 2017

“Historia de un caminante”

Autor: Francisco Javier Aparicio Ruiz

 

“Por una llanada de maiz y heno corre el camino de Laredo a Colindres, de Colindres a la marisma y barca de Treto, donde se cruza la ría de Marrón”.

Amós de Escalante - Diario de un caminante

 

Mucho tiempo atrás, sus ojos verdes eran el espejo de la campiña inglesa. Su mirada era serena y sin estridencias, como las praderas que rodean el pueblo de Marlborogh, en el condado de Wiltshire, donde no le quedó otra alternativa que nacer. A estas alturas, sin embargo, sus retinas parecían haber dado un golpe en la mesa de su semblante, oscureciéndolo de forma definitiva, de tal modo que aquella primaria identidad se había quedado huérfana de indicios en el rostro de alguien que ya no ere el mismo.

La actividad del destacamento del Rastrillar, el trasiego de mulas cargadas de víveres y municiones, no le llamaban especialmente la atención. A sus cincuenta años había sido seducido por el error de pensar que ya había visto todo lo que se podía ver. En cualquier caso, no le faltaba razón. Es lo que tiene haber dedicado la vida a recorrer todos los polvorines y todas las santabárbaras de las tierras, los mares y los ríos de Europa.

A pesar de la curvatura de su espalda y del muñón que le acompañaba su caminar con movimientos inconexos, su figura no parecía grotesca. Del preciso lugar donde hacía tiempo existió un brazo derecho, parecía emanar un halo de hidalguía. Brazo más, brazo menos, qué más da. Todavía hoy, después de tantos años, cuando recurre al vino como un antídoto contra la penuria de continuar vivo, recuerda con amarga sonrisa su brazo tendido en el suelo, con los dedos ensangrentados moviéndose sin concierto y la mirada arrepentida del soldado francés sable en ristre, se dio la vuelta sin rematarlo, echándose la mano a la boca con la ineficaz intención de que no se le escapara el vómito.

Una vez franqueada la puerta de San Lorenzo, bajaba las escaleras irregulares que conducen a la puebla de Laredo con la dignidad que aporta ser un superviviente sin saberlo. Bonaparte seguía sus pasos moviendo la cola un tanto amedrentado, después de haber concluido que los perros de estas tierras no saben ladrar en alemán.

Ainsley creía querer a su perro con la misma intensidad que quería a su bastón, pero era incierto. Desde la muerte de Hannah, no había disfrutado de un calor diferente al que le proporcionaba Napoleón mientras dormía a su lado en la cuneta de cualquier camino. El viejo inglés sin patria presumía de tener callos en su precaria sensibilidad, aunque algunas mañanas, cuando se despertaba mareado y sin pedir permiso al vino, sonreía sabiéndose un desgraciado que al menos tuvo la decencia de librar al cachorro de morir calcinado en el infierno de Austerlitz.

-Está usted faltando a la verdad-, dirían Napoleón y Ainsley. Haciendo memoria, sí que es cierto que de vez en cuando el viejo soldado había padecido el tibio contacto de algunas prostitutas baratas que huelen a vinagre, malgastando lo recaudado en limosnas durante una semana en unos cuantos besos acres, concedidos por bocas desdentadas que huelen a miseria. -Pensándolo bien, tiene usted razón-, reconocerían amo y perro. Aquello no era calor. No era más que triste temperatura.

A veces, mientras dormía acurrucado entre la hojarasca de cualquier bosque que se había prestado a ser morada ocasional, soñaba con yacer arrebujado entre los pechos de su amazona teutona, intentando sin conseguirlo cubrir con sus manos aquellas tetas generosas que olían a madre sin haber dado de mamar. Sin embargo, el despertar siempre era el mismo. Hannah ya hacía demasiado tiempo que estaba muerta del todo y muchos años también habían pasado desde que su brazo derecho, enterrado en una fosa junto a muchos otros miembros de soldados sin nombre, no tenía senos que palpar. Entonces, el despertar siempre era el mismo. A su lado, nada mas que el costillar peludo de Napoleón, junto un pellejo de vino rancio que le habría de proporcionar el patético desayuno capaz de permitirle afrontar la vida, un día más, al menos.

***

Llegó tarde al embarcadero y se encontró una barca sin barquero. El sol se había ausentado detrás de Montehano sin decir adiós siquiera, abriendo la puerta a la nube de mosquitos marismeños que se reunían en asamblea en aquel lugar cada atardecer de las estaciones secas.

La ría de Treto le mostró por fin su bajamar sin vergüenza alguna, dejando ver sus riberas engalanadas de verdín, con la disculpa de que aquella exhibición no era una afrenta impúdica, sino uno mas de los caprichos programados de la marea. Demasiado tarde para cruzar, aunque eso al viejo soldado poco le preocupaba. Tenía todo el tiempo del mundo para llegar a su destino o al menos, tenía para ello todo su tiempo del mundo. Se acabaron las épocas de poner objetivos concretos de su existencia.

Esa noche Ainsley no pudo disfrutar de la hospitalidad de la ermita de la Magdalena. Cayó borracho y rendido en sus aledaños, sin ser capaz siquiera de poder llamar a la puerta. La noche a la intemperie y las nauseas de la mañana siguiente no le privaron de ver a más de una docena de peregrinos que se despedían de los hospitalarios frailes, unos cruceros y otros concheros, para tomar a continuación el sendero que llevaba a la barca de Treto y continuar sus caminos respectivos. Los primeros, a Liébana y los otros, a Compostela.

Ante los gruñidos insistentes de Napoleón, al viejo inglés no le quedó otro remedio que levantarse y seguir aquella comitiva de peregrinos, aunque fue incapaz de llegar a la escollera. No quedarían cuatrocientas varas para alcanzar su destino, cuando un pequeño promontorio coronado por un tejo de sombra siniestra llamó su atención.

-Por hoy hemos andado suficiente, compañero-, El galgo agachó las orejas, dando vuelta alrededor del árbol en cuyo tronco su amo ya había acomodado la espalda, apoyado en su vieja casaca sin botones. Lo que no sabían en ese momento ni Ainsley ni su perro es que esa iba se su morada por unos cuantos meses más.

Cada mañana, el inglés oteaba el panorama, observando el trasiego de hombres, fardos de hierba, parejas de bueyes y piaras de cerdos, como si asistiera al episodio bíblico del Arca. Estaba equivocado. Sebio, el barquero, no se parecía a Noé ni en el blanco de los ojos, aunque fuera tan borracho como él y además, la barca de Treto no era portadora de huidas apocalípticas, sino de pasajes con vocación de ida y vuelta inscritos en un estuario poco dado a estridencias fabulosas.

A la sombra del tejo, aprendió a distinguir los peregrinos de verdad entre las mercaderías, la cabaña y el gentío que abarrotaban la amplia plataforma de la barcaza. Parecían portadores de un devoto estigma que a él se le antojaba un tanto grotesco, como si pretendieran levitar entre la mercancía y la muchedumbre,reconociéndose portadores de una encomienda que abre las puerta de la eternidad.

***

Religiosos sin relicario, peregrinos sin reliquias que poder llevarse al alma hasta el final del camino. De ves en cuando, mientras se entretenía apretujando la bayas que el tejo tenía a bien depositar en el suelo sin otro fin que perdurar, el viejo soldado se aferraba a la idea de que eran otros los motivos que lo habían llevado a comenzar su particular andadura.

Ni el pedazo de madera de Liébana ni los restos de un santo en Compostela. Ainsley se había echado a andar para encontrar la fosa común donde al parecer reposaban los restos de su hermano mayor, muerto con supuesto honor en la batalla de Finisterre, casi veintiocho años atrás. A estas alturas del camino, el viejo soldado inglés intentaba disipar sus dudas al respeto, procurando no pensar demasiado en el motivo de su viaje.

A veces, el chacolí se mostraba traicionero y acusador y le reprochaba que la verdadera razón de su singladura era huir de una Europa que se derramaba en sangre, de un campo de batalla permanente que su funesta existencia había convertido en atormentado hogar. Entonces, se despabilaba de malos pensamientos, aferrándose al hecho incontestable de que se encontraba en la ribera oriental de la ría de Treto, postrado día tras día junto al fiel Napoleón bajo la sombra pagana de un tejo.

Su periplo se había prorrogado gracias al vino barato que la cantina de pescadores, a la hospitalidad de los monjes de la ermita de la Magdalena y al culo de una viuda marisquera que veía pasar cada día, aún sabiendo que nunca iba a ser para él. Sin tener muy claro si lo quería o no, alimentaba su desidia observando el espectáculo de ver fe y trabajo, peregrinos y labradores, naturalezas vivas y naturalezas muertas, cruzar cada día aquella lengua de agua salobre mecida por la marea, como un diapasón perpetuo sin origen ni destino.

***

Una mañana, se despertó sabiendo que no se quería despertar, porque el día anterior las limosnas no habían dado para beber la dosis de vino necesaria en la taberna. De camino al árbol que había sido su parapeto ante la obligación de existir durante meses, vio al administrador del Duque de Noblejas, propietario de la Torre de Treto, correr con cara desencajada. Un veterano como Ainsley no podía tardar demasiado en entender que una vez más, la guerra se iba a abrir hueco a codazos para llenar de miserias la vida de los hombres.

Según llegó a sus oídos, el infante Don Carlos quería apropiarse de la tarta dinástica, por las buena o por las malas. Ainsley se sentó bajo el tejo, sabiendo que las tropas ya estaban en movimiento, aunque sin tener él, por su parte, intención alguna de moverse. Desperezó a Napoleón con una mala patada y se fue a la cantina para suplicar beberse a crédito todo lo que pudiera aguantar. Contempló la barca de Treto, sin pasajeros ni mercancías y supo que nunca jamás llegaría a La Coruña.

A la mañana siguiente, se le escapó el alma en una náusea. Los monjes lo enterraron junto al árbol, a los pies de una rudimentaria cruz de madera. Un par de meses después, el Duque de Noblejas ordenó dignificar su tumba con una tosca losa, que nunca estaría abandonada. Todas las semanas, con permiso de la marea, una marisquera viuda de amplias nalgas depositaba con sus manos llenas de sabañones un pequeño ramo de margaritas, madreselvas o cualquier otra especie de flores silvestres. Amor o caridad, da lo mismo.

Napoleón, entre tanto, se aplicaba al lado de su nueva dueña en aprender a ladrar en español. Cuando podía, coqueteaba con una perra sin raza definida pero con elegantes cuartos traseros, junto al embarcadero de Treto, definitivamente abandonado por la guerra.

A veces, las galernas que se precipitaban por el oeste hacían estremecerse al tejo, que dejaba caer sus frutos y parte de su ramaje sobre la tumba de Ainsley. Muy lejos de allí, mientras tanto. El Atlántico enfurecido anegaba una fosa común donde reposaban los restos de un héroe de guerra inglés, que nunca iba ser visitados.

Ya no se veía llegar peregrinos por el camino de Laredo. De vez en cuando, tan solo, se acercaba hasta la ermita de la Magdalena agún pequeño grupo de militares desharrapados, para preguntar por el único camino que les importaba: aquél que te lleva lejos de la guerra.

 

 

2º Premio Concurso de Relatos 2017

“O camiño das estrelas”

Autora: Mónica Penas Vázquez

 

 Levaba tempo sen sair da casa e parecíalle que a vida se le ía sen ter visto cmprido o seu gran soño: visitar o Apástolo Santiago, ese do que tanto oira falare e que, segundo decían, lotara coma o gran Cid por recuperar o territorio peninsular para a cristiandade.

Chamábanlle “Santiago Matamouros”, nome que non lle gustaba moito, pois o alcume “Matamouros” non estaba a ton co que il cría que debería de ser a convivencia coa xente, incluso coa que non comulgaba con él. Coñecía algún mouro co que se levaba ben e non entendía o porqué desa hostilidade que algúns mostraban cara os que eran diferentes a eles. Pensaba que este mundo era tan grande, que ben podía acubillar a todos. E tiña razón, porque sitio, habelo, haino. O caso é querelo compartir.

O único que lle gustaba desa imaxe do “Matamouros” era a espada e o cabalo. Recordáballe os seus bos tempos, cando saía co seu escudeiro a desfacer aldraxes por eses camiños da súa querida España, e atravesaban os extensos campos de trigo, que refulxían coma o ouro baixo os abrasadores raios do sol. ¡Cantas aventuras correran! E cantas le quedaban por correr, ainda que a súa sobriña e mais a ama se empeñasen en levarlle a contra e en telo metido na casa, coma si estivese encerrad na masi escura e profunda cela do castelo mais impenetrable da Mancha.

-Mira, Pepe, Santiago Matamouros é un dos mais valentes santos e cabaleiros que o mundo tivo... por iso Deus fixoo patrón e protector de España.

Nos seus olliños inflamados chispeaba a loucura coma unha pequena lapa dourada.

Pero co nome que mais identificado se sentía era co outro que lle daban: o de “Santiago Peregrino”. Imaxinábase camiñando por corredoiras poeirentas e cruzando ríos por vellas pontes de pedra, sorteando fochas e lameiras, en días de moita calor ou de ceos de chumbo que descargaban auga coma fervenzas, co sombreiro, co manto, a cabaza, o bordón e a concha da vieira, cosida nalgunha parte da vestimenta, para acreditar a súa condición d eperegrino a Santiago de Compostela. E tamén, que esa era a imaxe que os non crentes querían ver.

O fraco e nobre cabaleiro, de cara longa e esbrancuxada, longa barba e mostacho crecho, cambiou o helmo polo sombreiro, a armadura polo manto, o escudo pola cabaza e a lanza polo bordón, e montou no seu vello cabalo, seguido polo burrico co seu repoludo escudeiro, saiu ao abrente do día, deixando lonxea Meseta cos seus campos de trigo e os muiños de vento. Levaban como provisións queixo de cabra, pantrigo e unha bota de viño.

Despois de varios días de viaxe, chegaron a Roncesvalles. O sol estaba baixo e case os cegaba. Pronto se foi agochando detras do horizonte. Os brancos cirros tinguíanse dunha intensa cor laranza, que contrastaba cas cada vez mais escuras montañas dos Pirineos. Entre a ramaxe dos piñeiro contemplaban atónitos aquel máxico solpor que auguraba bo tempo. O encargado do albergue deulles unha folla para cubriren os seus datos e unha enquisa sobre o motivo polo que facían o Camiño coas seguintes opcións: relixioso, espiritual, cultural, deportivo, turistico e outros.

No longo traxecto ata Galicia coñeceron xentes de moitas nacionalidades: franceses,italianos, alemáns, surcoreanos...

-¡Ai, meu amo, cantas linguas se escoitan! ¡Moi grande ten que ser o mundo para dar acollida a tanta xente diferente!

-É, Pepe, é. Ainda así, a moitos parécelles que o sitio non lles chaga...

E día tra día, foron avanzando por ese Camiño tan ben sinalizado e que na antigüidade percorrían os peregrinos guiados polas estrelas durante a noite e polos gansos durante o día.

-Aí te Galicia, Pepe; velaí a cincenta de España. Ainda que é a mais fermosa, humilde e traballadora, sempre foi moi desprezada por tan altiva madrastra. Os seus filliños de antaño tiveron que emigrar loxe, e, mira ti como son as cousas, Pepe, agora vai vella, adopta ecuatorianos, romaneses, chineses, arxentinos, senegaleses...

A tarde ía morrendo pouco a pouco e o sol peneiraba a súas pallas de ouro entre as polas das árbores, sobre a herba e sobre a flores cando, por fin, albiscaron Santiago xoia de pedra, onde se forman sabios doutores, homes de letras, poetas, artistas... Sempre foi berce da cultura galega e polas noites, os estudantes cantan na tuna canción de amor.

-¡O Pórtico da Gloria! ¡ Que marabilla! -exclamou pampo don Quxote- O Mestre Mateo foi quen de esculpir na pedra unha admirablle síntese da Teoloxía Católica para achegar a intelixencias dos máis humildes a máis alta verdades da Relixión e da Moral, inspirándose na Biblia, fonte inesgotable onde beberon todos os grandes artistas e poeta cristiáns. Veña, Pepe, dálle uns croque a ver se che esperta o sentido.

ido. -Coa limpeza que hai neste século, Pepe, xa non se precisa o botafumeiro para aplacar o cheirume que antaño desprendían os corpos cansos e suorentos dos peregrinos.

-¡Aíndahai, meu amo, aínda hai!

O cabaleiro, emocionado, deulle unha aperta a Santiago e, ao visitar o seu sarcófago, xurdiulle da alma esta sincera e humilde oración:

-Grazas, meu Deus, por esta aventura. Neste Camiño todo é beleza, cultura e arte: petróglifos, pazos, castelos, cruceiros, igresias, mosteiros... diversas xentes e diversas linguas, e, sobre todo, ferventes cristians. E a ti, seños Santiago, fillo do Zebedeo, prégoche que eu sempre sexa un exemplar cabaleiro, servidor de todos, e que aprenda a beber o cáliz do Señor para poder acadar un curruncho xunto a ti á súa dereita ou á súa esquerda.

Sentiuse un trono e empezaron a caer grosa pingueira de chuvia cando saíron. Acubilláronse da treboada debaixo dos soportais da Praza da Quintana e, entre conto e conto, se súpeto, escampou. A luz amarela dos farois reflectíase nas molladas lousas do chan e nas pedras dos muros dos edificios que a circundaban, dádolle ao conxunto un aire de misterio.

-Disque en Compostela a chuvia e arte. ¡Que razón teñen! -coscubiñou o cabaleiro abraiado pola beleza da noite.

-E agora, Pepe, marchamos para á casa, que a sobriña e a ama van estar moi enrabietadas ses saber de nós.

-Pois lévelles unha desas flores tan fermosas que venden aí -dixo sinalando unha florería preto de catedral.

-¡Boa idea, Pepe! Voulle levar a flor de Santiago, esa que o grande botánico Carolus Clasius bautizou co nome de Narcissusindicusjacobeus, pola semellanza dos seus pétalso coa cruz que locen os cabaleiro da Orde de Santiago. É unha flor moi especial, Pepe, pois peregrinou dende o reino mexicano de Nova Galicia, aló polo 1577, ata chegar aquí.

-¡Que magoa que acabara o Camiño, meu señor! ¡ Vouno votar de menos!

-O Camiño empeza agora, Pepe. Nesta curta peregrinación estivemos guiados polas estrelas, e no que nos queda por andar, aluméannos outras.

-¿E cales, meu amo? ¡Eu doutras non sei!

-A da fe e a do amor, Pepe. A estrela da fe, que nos guía no noso camiño cara a luz sen ter en conta os obstáculos que nos queren arredar del. E a estrela do amor, que nos aparta de todas as manifestacións de egoismo e nos dá unha gran paz e felicidade.

Así, falando de todo un pouco, seguiron peregrinando cara a luz, esa que, no momento da nosa morte, estaremos máis próximos a acadar.